09 abril, 2009

Brooklyn Follies

Imagen: David Martín / Flick-r: SalaBoli.

Qué quieren que les diga. Habría dormido el resto de la mañana de no ser porque mi vieja me ha despertado dando voces desde el otro barrio…

—¿Seymour?… ¿Seymour?… ¡Espabila holgazán!

¿Lo han oído, no? Pues esas fueron sus malditas palabras, ni una más ni una menos. Estaba la mar de entretenido soñando con esa actriz con enormes pechos, ¿cómo diablos se llama? —bueno, da lo mismo— cuando de repente esa condenada voz me ha sobresaltado. Por desgracia no tengo un sueño demasiado profundo, ¿saben? No, no lo tengo. Hace años que me cuesta dormir debido a los gajes del oficio. Un tipo en mi pellejo tiene que estar vigilante las veinticuatro horas del día, ¿entienden? ¡Ah, que les da igual! Pues les diré una cosa muy en serio: en este negocio nunca sabes cuándo van a venir a aguarte la fiesta. No, no lo sabes. Puedes estar en el mismísimo retrete o en la fiesta de graduación de tu hijo que a esos tipos les importa todo eso una mierda. Ellos saben muy bien lo que tienen que hacer, ¡vaya si lo saben! Son verdaderos profesionales. Así que cuando llega la hora de hacer un trabajo, esos tipos no pierden el tiempo haciéndose preguntas estúpidas. No. Ellos van y lo hacen. No sé si me entienden. Y una vez se han deshecho del fiambre entonces se lavan las manos y luego van y se comen un buen bistec con patatas acompañado de media docena de cervezas bien frías. Las cosas funcionan así en este negocio, al menos en Brooklyn. En fin, no quiero cansarles con chorradas que no les incumben. La cosa es que mi vieja se ha propuesto amargarme la existencia, como si no tuviera yo suficiente con salir a la calle cada día y regresar a casa con vida. ¿Me explico? ¡Eran sólo las jodidas doce y media cuando me ha despertado! ¿Les parece normal algo así? Pues a mí no, ¿queda claro? A ella le gusta fastidiar, eso lo sé de sobra. Es capaz de sacarme de la cama a horas intempestivas sólo para hacerme partícipe de alguna de sus chorradas. Ya sé que en el otro mundo no hay gran cosa que hacer. ¿Y a mí qué diablos me importa? Menos mal que, aprovechando que estaba amodorrado, decidí olvidarme de ella y seguir con lo mío.

—¿Es que no me has oído, Seymour? ¡Levanta ahora mismo!, ¡maldito desgraciado!

Lo bueno dura poco. Es lo que solía decir mi tía Marsha cuando su marido —el tío Tommy- volvía a casa apestando a alcohol después de haber dejado de beber por una temporada. Mi vieja no suele darse por vencida a la primera, ¿me siguen? Ella sabe muy bien cómo dar la vara para conseguir sus propósitos. ¡Ya, bueno!, sé lo que están pensando. Lo sé de sobra. Pensarán que mi gozo en un pozo, ¿no es eso? Menudos espabilados son ustedes. Pues sí, mi vieja insistió. Y lo hizo justo donde más me duele, fastidiándome el puñetero sueño. En fin, era algo de esperar. Apuesto a que para ustedes tampoco sería fácil permanecer ajenos a sus estupideces a menos que se cortaran las orejas y las guardasen en una caja fuerte para luego arrojarla al agua desde el muelle 41. Además, se supone que ella sabe cómo llamar la atención, ¡ya lo creo! En eso no le gana nadie. Era su especialidad cuando estaba viva. Pregúntenle a mi viejo, él les dará detalles. Bueno, mejor que no lo hagan, es mejor que no. ¿Alguna cuestión más? Ah, sí. Supongo que encontrarán todo esto un tanto absurdo, ¿no es así? Sí, bueno. Y probablemente se preguntarán cosas al respecto. Seguro. Se estarán preguntando lo que cualquier persona en su sano juicio se preguntaría, ¿a que sí? Y claro, querrán averiguar en este mismo instante cómo es que mi vieja –que se supone que está criando malvas desde hace años- puede comunicarse conmigo desde el puto infierno. ¿No es eso? Ya, bueno. Les diré una cosa: yo también me lo pregunto, más veces de las que puedan imaginar. Es una larga historia, ¿saben? Ustedes en realidad no tienen ni pajolera idea de todo esto. Y añadiré algo más: mejor que no quieran escuchar nada más sobre este asunto.

—¡Seymour!, ¿con quién demonios hablas? ¡Haz caso a tu madre de una puñetera vez, mal hijo!

Ahí lo tienen: ¡un alma en pena que va a su puta bola! Sería mejor levantarse y preparar café. ¡Maldita sea! Pues sí que la tenemos buena. Yo sólo quería seguir durmiendo y gozando de mi erección matinal, ¡joder! Sí, dije erección, ¡qué pasa! ¿Es que acaso un tipo como yo no puede amanecer duro como una piedra? ¡Válgame dios!, ¡pues claro que puedo! ¿Quién me lo impide? ¿Tienen ustedes la más remota idea de cuánto hace que no…? ¡Buf! ¡Una semana ya, joder! Creo que un día de estosdebería poner orden en este asunto. Pero ya ven, así están las cosas. Ahora ya no pegaría ojo ni por asomo sabiendo que mi vieja me acecha. No me conviene, ¿comprenden? Bueno. Ustedes qué diablos van a saber. A ustedes esto les suena a chino y además la erección se me ha ido a tomar por… bueno, qué le vamos a hacer. La cosa es que, una vez que mi vieja me hubo despertado, abrí los ojos como platos para asegurarme de que ella no estaba de cuerpo presente, eso me habría hecho saltar de la cama, pueden estar seguros. Así que al no verla en la habitación volví a cerrar los ojos, a ver si así me la quitaba de encima y podía seguir dando una cabezada. Pero no, no ha habido maldita suerte.

¡Seymour!, ¿qué es ese bulto que tienes entre las piernas?... ¡Eres peor que tu padre cuando lo conocí! ¡Desvergonzado!

¿Ven lo que digo? Mi vieja es como un jodido dios que está por todas partes y no hay forma de librarse de sus condenados sermones. Como si no hubiera tenido bastante con las malditas charlas del reverendo Goodward cuando yo era un crío. Sí, el reverendo Goodward. Qué gran tipo. Era un ser generoso al que podías sacarle cualquier cosa. Cualquier cosa dentro de sus posibilidades, claro. Y Qué paciencia tenía. Se preocupaba continuamente por encauzarnos, a sabiendas de que nosotros —los chicos de los barrios desfavorecidos de Nueva York— estábamos condenados a delinquir para ganarnos la vida. Sí, el reverendo Goodward. No hace mucho supe de él: lo habían enchironado por abuso de menores al muy cabrón. Supongo que en algún momento abandonó los sermones para pasar a la acción. Cosas que pasan. Como él mismo solía decirnos cuando cometíamos alguna fechoría: el señor a veces escribe con renglones torcidos.

—¡Cierra esa sucia boca y escúchame, chico! ¡Tengo que decirte algo importante!

En fin, el espíritu de mi vieja seguía dale que dale a la lengua y a mí ya me zumbaban los putos oídos de oír aquella puñetera voz de ultratumba. Así que no tuve más remedio que desperezarme y prestar atención a sus rumores. Aunque esto último sin dárselo a entender en ningún momento, claro. No tenía ni la más mínima intención de que se le subieran los humos más de la cuenta. Así que me incorporé y me puse los malditos pantalones y luego me agaché a buscar los zapatos debajo de la cama pero, ¡maldita sea!, allí no estaban.

—¡No están ahí, idiota! ¡Los dejaste anoche en el cuarto de baño porque apestaban! ¡Te enseñé a hacerlo cuando no eras más que un renacuajo!

¡Joder!, ¿les parece gracioso que el fantasma de una chiflada eche por tierra la reputación de alguien de su propia sangre, eh? Pues a mí no. No me hace maldita gracia. Es más, lo considero un golpe bajo. Pero bueno, ya estoy acostumbrado a su sarta de burlas. En vida no hacía otra cosa que reírse de mí, sobre todo cuando las esposas de los muchachos estaban delante. Ella solía disfrazarme con la ropa de ir a la iglesia los domingos para exhibirme como un mono de circo delante de aquellas mujeres gordas y enjoyadas, auténticos bocoyes cuya vida estaba consagrada a mimar matones y criar futuros delincuentes. ¡Ya, claro! Es mi vieja, ¿no? ¿Y qué? Eso no le da derecho a amargarme la vida cada vez que le venga en gana. Imagino que tendrá cosas que hacer en el puto purgatorio en vez de perseguirme a mí todo el santo día, ¿no? Ustedes no me conocen pero les diré cómo me las gasto cuando alguien intenta joderme. Bueno tal vez luego, ahora no tengo tiempo, tengo que terminar de contarles esta historia. ¡Joder!, ahora no sé por dónde diablos iba. ¡Sí, ya recuerdo! Resulta que fui al aseo a mear y luego preparé café. Una vez despierto del todo le metería mano al asunto de mi vieja. Lo que pasó es que por el pasillo me encontré con el gato y, claro, el puto animal pagó los platos rotos… ¡Gregory!, ¡vuelve!, ¡lo siento, maldita sea! ¡No era mi intención patearte! En fin, ¿no dicen que los gatos tienen siete vidas, joder? Pues si decide volver lo llevaré a que lo miren, ahora no tengo tiempo. Como les iba diciendo…

—¿Es que piensas contarles la historia de tu vida, mequetrefe? ¡Sigue perdiendo el tiempo y no escuches a tu madre! ¡Ya te arrepentirás!

Una cosa: ¿no les ha ocurrido alguna vez que están durmiendo plácidamente y de repente suena sin parar uno de esos despertadores de campana que es tan inoportuno que deseas aplastarlo de un puñetazo? Pues con mi vieja me pasa lo mismo, que cuando se pone tan pesada me dan ganas de… ¿ah, que no están de acuerdo conmigo? Bueno, me da igual que no lo estén. Ya sé que ella cuenta con la simpatía de ustedes. Por mí como si se la llevan a su casa, es más, me harían un gran favor. El mundo está lleno de tipos odiosos que son estupendos para el común de los mortales y nadie se explica por qué diablos es así. Bueno, a lo que iba. Abrí la ventana de la habitación para ventilar y de paso ojear la calle. Nada especial. Los gamberros de siempre haciendo sus fechorías, algún desahucio rodeado de curiosos y los trapicheos de ese tipo —Miles— en la esquina. Por lo demás hace un buen día, ya lo creo.

—¡Seymour!, ¡tienes que eliminar a ese tipo antes de que te liquide él a ti!

Cerré la ventana instintivamente sin ser demasiado consciente de lo que acababa de oír, hasta que las neuronas más espabiladas por el efecto del café se dignaron a darme la jodida información. Entonces exclamé: ¡Hostia puta! Y acto seguido añadí: ¡qué demonios dices!, ¡cómo!, ¡cuándo!, ¡quién!, ¿quién diablos quiere eliminarme? —pregunté pero sólo por curiosidad—. ¡Dímelo ahora mismo, mamá, que soy tu hijo!

Sí claro, sé que ahora estarán pensando que no estoy exactamente en mis cabales. Un tipo duro como yo dando pábulo a las amenazas de un maldito fantasma del más allá. Les parece increíble, ¿no es eso? Bueno. No digo que no tengan razón. Yo mismo no me tengo por un tipo muy cuerdo, que digamos. Ya saben, las drogas van haciendo su trabajo. Llevas consumiéndolas media vida y cuando quieres darte cuenta ya estás jodido.

—¡Estás asustado, eh muchacho! ¡Muerto de miedo como una liebre acorralada en su madriguera!

—¡Será zorra la maldita vieja! ¡Dime ahora mismo de dónde has sacado eso! ¿O es que quieres que me maten?… ¿Asustado yo? ¡Vah! Yo no me asusto con estas cosas, ya me conoces. Menudo soy para verlas venir. Sabes perfectamente que duermo con un 38 bajo la almohada. No quiero que cuando me llegue la maldita hora, el asunto me coja en calzoncillos y sin haber llenado el estómago lo suficiente. Es una medida que nunca está de más, lo sabes de sobra. Además tú siempre insistías en ello, ¿o es que no lo recuerdas?: ¡Seymour es hora de ir a la cama!; ¡Seymour, no olvides cepillarte los dientes!; ¿Seymour, has colocado el arma bajo la almohada?… Sí. Solías estar orgullosa de mí. Recuerdo que antes de irte al otro barrio, postrada en la cama y llena de dolores como estabas, un día me dijiste –y tú solías mentir sólo por dinero-, que no habías conocido a otro delincuente tan astuto como yo, y que podía llegar a ser un digno sucesor de mi viejo si me lo proponía. ¿Y sabes qué?, sabías muy bien lo que decías. Te habías casado con el número uno de los rufianes de Brooklyn y preparabas con mimo las cosas para cuando llegara el día de su relevo.

—¡Si tú lo dices!

Vinnie Valiente. Ése era el nombre de mi viejo. Era el gran jefe, el patriarca de todas las familias de Brooklyn, el padrino. Un gangster temido por varias generaciones de tipos duros. Les diré más: él solito liquidó al puto Giacomo Panetti mientras lo afeitaban en una barbería; y a Richie Mora después de enterarse que éste quería quedarse con los beneficios de las maquinas tragaperras; y a Santos, el jodido bocazas que le delató ante los federales a cambio de un acuerdo con el fiscal del distrito; y aunque fue lo último que hizo, también se llevó por delante al maldito Joe Mantella, el capo italiano que quería dominar la droga en los barrios más prósperos. Ninguno de esos tipos se libró de mi viejo y sus ajustes de cuenta.

Además de todo eso, mi viejo era un buen viejo y una fuente de inspiración para mí. Lo era desde el mismo día en que vine a este mundo. Comprenderán que no recuerde con todo lujo de detalles lo ocurrido el día que nací pero lo que sí tengo presente es que abrí los ojos y allí estaba él para darme mi primera lección. Había dejado plantados a los mafiosos más influyentes de la Costa Este sólo para estar presente cuando mi vieja diera a luz. Así que supuestamente abrí los ojos y mi viejo estaba allí delante de pie, de punta en blanco, agitando delante de mis narices un precioso sonajero de colores. Más tarde supe por mi vieja que el maldito sonajero mi viejo lo había tomado prestado de la cuna situada inmediatamente al lado de la mía, la de los Sanders. Mucho más tarde averigüé que el señor Sanders había tenido el amable gesto de regalar el sonajero a mi viejo mientras éste le apuntaba en la sien con un Smith & Hueson, algo que al parecer sucedió en los aseos del hospital. Qué gran tipo era mi viejo, sí señor. Yo recién llegado a Brooklyn y allí estaba Vinnie Valiente -el tipo más duro de América- jugando tiernamente con un condenado sonajero para retener la atención de su recién nacido compinche.

—¡Diles lo que me costó sacarte adelante! ¡Tu padre siempre tenía algo más importante que hacer!

Mi vieja se llamaba Miriam pero todos le decían Mir. Era esa la forma con la que se dirigían a ella sus clientes en el burdel de la calle Memphis. Aquel antro fue su casa durante la adolescencia. Se había largado de casa huyendo de las palizas de su padre -mi abuelo- al que nunca conocí porque palmó antes de que yo naciera. La cosa es que Vinnie solía frecuentar el burdel con sus muchachos cuando terminaban un trabajo delicado y necesitaban relajarse. Allí tomaban unas copas y le contaban su vida a la ramera de turno. Por lo visto una vez mi viejo estaba tratando de tirarse a una tal Karen pero cada cinco minutos uno de los muchachos le interrumpía dándole quejas de Mir. Que si la nueva no se deja meter mano, que si esa fulana es demasiado estirada y no se quiere meter en la cama conmigo. Lo cierto es que mi viejo tuvo que dejar a Karen a medias y personarse en el vestíbulo donde Mir la estaba liando gorda. Según tengo entendido mi viejo hizo que todos los muchachos se fueran a casa y entró con Mir en una de las habitaciones. Y dos horas más tarde salió de allí con ella y le dijo a la dueña, Mae, que Mir se retiraba para siempre. Luego se marcharon y fundaron un hogar como dios manda o algo así. Pueden imaginarlo: Vinnie Valiente había encontrado la horma de su zapato y -créanme- eso le había gustado. Así que mi viejo siguió siendo el tipo más duro de Brooklyn pero en casa obedecía a Mir sin rechistar, como si estuviera a sus órdenes. Era digno de ver cómo Vinnie se transformaba en el hogar. En ocasiones venía de cargarse a alguien con la ropa ensangrentada y mi vieja sin apenas inmutarse le recriminaba estar hecho un asco y acto seguido le ordenaba hacer pasta con tomate para cenar y luego sacar la basura. Un rudo mafioso capaz de liquidar a alguien sólo por cómo iba vestido, en casa era dócil como un peluche. La maldita vida tiene esas cosas. Se puede formar parte del crimen organizado y ser un buen padre y un esposo dedicado. El amor es cosa de locos, créanme.

—¡Ya lo creo!, ¡debí haber sido puta en Harlem! ¡Así no le habría conocido!

A pesar de lo que mi vieja pueda decirles, nuestra vida no ha sido una mala vida. Hemos sido consecuentes con lo que nos ha tocado vivir. Vinimos a este mundo para delinquir y vaya si lo hemos hecho. Y además hemos vivido. Nuestra casa podría decirse que era el cuartel general de mi viejo. Siempre estaba llena de gente, de tipos que iban y venían, unas veces para informar y otras para hablar de negocios. Bueno, no todo el mundo podía venir a casa, claro que no. Los muchachos tenían orden de vigilarla y velar por su integridad como si cuidaran de su propia vida. No había nada escrito. No, no lo había. Sin embargo Vinnie sabía cómo ganarse la fidelidad de los muchachos. Todos ellos vivían a costa de sus negocios así que nunca les faltó de nada. Vinnie hacía que todo el mundo se sintiera parte de su familia. Luego ellos, los muchachos, malgastaban el dinero en ropas llamativas, coches de lujo y mujeres, sobre todo mujeres. En ocasiones mi padre tenía que mediar en sus líos de faldas para evitar que alguna zorra deslenguada perjudicase la buena marcha de la organización. Así era la vida a mi alrededor mientras yo crecía.

—¿Piensas seguir mirándote el ombligo en lugar de pensar en lo que te espera, chico? ¡Ese tipo te está esperando ahí fuera!

—¡Maldita sea, mamá!, ¡dime de una puñetera vez quién quiere matarme!

—¡Está bien, chico! ¡Alguien ha puesto fecha de caducidad a tu desgraciada vida!

—¿Pero qué dices, vieja loca? —pregunté sin que el asunto me interesara demasiado.

—¡Van a liquidarte! ¡Es el final, muchacho!

—¡Mamá!, ¡no me digas eso, joder! — repliqué con firmeza para no dejar que se creciera—. ¿Quién querría hacerme eso? ¡Dímelo!

—¡Nino Mantella! ¡Quien demonios iba a ser!

—¿Y por qué iba a querer aniquilarme el maldito hijo de Joe Mantella?

—¡En realidad pensaba darte una fiesta de cumpleaños pero no sabía cuantas velas poner en el pastel!... ¿Eres idiota o estás drogado, chico? ¡Ese tipo lleva años deseando quitarte del medio para vengar a su padre!

Por un instante rondó mi cabeza un presentimiento: es el jodido final. Era algo en lo que no me gustaba pensar a menudo pero sabía que este momento llegaría algún día. Así que al escuchar aquel nombre me flaquearon las fuerzas y me puse a sudar como un condenado, sólo que en ningún momento se lo di a entender a mi vieja. No era plan, ¿saben? Cuando te dedicas a esto hay una norma que nunca te debes saltar: aunque te estés cagando encima tienes que aparentar ser un tipo duro. Además, no quería que mi vieja pensara que soy un jodido cobarde.

—¡Te estás cagando encima, eh chico! ¡Yo que tú pensaría en cómo salir de ésta!

Ser un tipo duro hace que te crezcas ante la adversidad. Eso pensé y entonces decidí que no tenía tiempo para aguantar las estupideces de mi vieja. Así que me puse en marcha. Salí a la calle, tenía cosas que hacer. Le había dicho a Frankie que me pasaría a verle para hablar de unos asuntos pendientes. Además, un poco de aire fresco me ayudaría a serenarme.

—¡Deberías coger el arma, chico! ¡Y no olvides ajustar el silenciador!

Créanme: aquella voz de vieja loca ya no hacía mella en mí, a pesar de sus tonterías proféticas. No obstante regresé a casa a por mi pistola. Un gangster sin su arma es como un garito con un reservado para jugar al póker sin una puta puerta trasera: no tienes escapatoria.

—¡Sigue renegando de tu madre, malagradecido! ¡Sabes que me necesitas, lo sabes de sobra!

Nada más salir a la calle me puse las gafas de sol. No crean que lo hice por coquetería, no. Lo hice para protegerme. No es bueno que un tipo con el que vas a tratar un asunto adivine en tus ojos lo que piensas hacerle si no entra en razón, ¿saben?

El viejo Al me saludó como de costumbre, quitándose el sombrero a mi paso. Le devolví el saludo con un gesto y eché un vistazo al interior de la lavandería. ¡Pobre Al! La gente ya no entra allí ni para trapichear.

—¡Seymour!, ¡ése tipo, el que está delante de la tienda de licores!

—¡Pero si es Frankie!, ¿qué demonios pasa con él? —dije apartándome las gafas sólo para asegurarme.

—¡Nunca te ha esperado en la calle, idiota!

—¡Joder, eso es cierto! Bueno, ¿y que? ¡Es Frankie!

Me acerqué a él para darle un abrazo. Hacía tiempo que no le veía. Me había llamado un par de días antes para quedar y charlar de negocios. Frankie era la mano derecha de mi viejo. Ahora llevaba una vida más tranquila, dedicada principalmente a las estafas. El muy cabrón robaba coches de lujo a punta de pistola y los vendía en otros Estados a tipos que no solían hacer preguntas. Los del fisco andaban pisándole los talones. Supuse que necesitaba ayuda.

—¡No te fíes de él! ¡Es un vendido!

Frankie me abrazó mientras me susurraba al oído que yo tenía buen aspecto. En este negocio las cosas funcionan así, si alguien te aprecia nunca te lo dirá a voces. Entramos en la tienda de licores. Frankie saludó a Ben y luego me dijo que estaríamos más cómodos en la trastienda. Aquí todo local que se precie tiene una segunda vida en la parte de atrás, los llamados santuarios. Si nunca has estado en uno de ellos es que no pintas una mierda en esto. Yo me pasé la infancia en los santuarios observando a mi padre y a los muchachos. Fue allí y no en la escuela donde aprendí las cosas que más me han servido en esta vida.

—¡Seymour! ¡Por el amor de dios, no le des la espalda a ese tipo!

Nos sentamos frente a frente. Sobre la mesa había una botella de Bourbon y dos pequeños vasos de cristal grueso. Frankie acercó un cenicero, encendió un cigarrillo que extrajo de su lujosa pitillera y me miró a los ojos sin decir nada. Entonces serví un trago y esperé a que dijera algo. Pero no lo hizo. Sólo me miraba con esa media sonrisa nerviosa que empezaba a ponerme enfermo. Tal vez era su forma de mostrarme respeto.

—¡No pierdas de vista sus manos, chico! ¡Y desabrocha la funda de tu arma!

Entonces Frankie abrió la boca.

—Verás, Seymour —dijo—, los del fisco me tienen cogido por los huevos. Y sólo tengo una forma de salir de esta —añadió.

Decidí permanecer en silencio. Frankie era de esos tipos a los que les cuesta manifestarse. Intuí que querría pedirme algún favor.

—Nino Mantella puede conseguir que esos tipos se olviden de mí —continuó—. Lleva años pagándoles grandes sumas de dinero para que miren hacia otro lado.

Al oír aquello bajé mi mano derecha y la situé sobre mi pierna. Él no hizo lo mismo.

—Todo en esta vida tiene un principio y un fin, Seymour —sentenció, con el cigarrillo acumulando ceniza pegado entre sus labios.

Desabroché la funda y acaricié el arma sin dejar de mirarle a los ojos. Luego le pregunté si pensaba matarme.

—Yo no —dijo—. Es cosa de Nino Mantella —aseguró.

—¡Seymour, acaba con él antes de que llegue Nino!

En ese instante sentí cómo Ben bajaba la persiana de la tienda. Eso sólo podía significar una cosa: Mantella estaba dentro.

¡Dispara! ¡Dispara! ¡Descerrájale el cargador de una maldita vez!

Disparé el arma una, dos, tres veces, impactando en el estómago de Frankie.

—¡Bien hecho, muchacho! ¡Arrivederci, Frankie!

El muy cabrón permaneció sentado, con el puto cigarrillo en la boca y la mirada clavada en mí.

—¡Seymour, a tu espalda! ¡Es Mantella!

Sentí unos pasos pero no hice nada. Sólo esperé lo suficiente para asegurarme de que se trataba de Nino.

—Veo que has hecho tu trabajo, Frankie —dijo una voz a mi espalda—. Por cierto, hola Seymour —añadió.

Era él. Lo supe por su voz aguardentosa con acento italiano. Así que no esperé. Antes de que se diera cuenta de lo de Frankie, me giré muy despacio y cuando su mirada y la mía se encontraron le pegué tres tiros que le alcanzaron en el pecho.

¡Ese es mi Seymour, sí señor! ¡Púdrete en el infierno, desgraciado spaghetti!

Mantella se desplomó quedando sentado contra a la puerta. Permanecí sentado unos segundos. Me serví una copa y me la bebí de un trago. Entonces entró Ben y al abrir la puerta apartó un poco el fiambre. Observó el panorama, se secó las manos en el delantal y luego se dirigió a mí con ese tono que tienen los tenderos cuando van a echar el cierre, como si lo sucedido le importase una mierda excepto porque le haría retrasarse en llegar a casa como de costumbre.

—Seymour —dijo—, tienes que largarte de aquí.

Me puse en pie, estaba algo aturdido. Guardé el arma y dejé cien dólares sobre la mesa. Miré a los ojos a Mantella y quise decirle algo pero no me salió nada. Tuve presente a mi viejo imaginando que al fin había honrado su memoria. Luego me largué de aquel antro.

—¡Seymour, hijo!, creo que te debo una disculpa. Me he comportado como una idiota dudando de ti. ¿Sabes, hijo?, eres el tipo más duro que he conocido después de tu padre.

—Olvídame, ¿quieres? He tenido que liquidar a dos tipos para cerrarte la boca. Espero que esta vez no me molestes más, ¿entendido?

—¡Tranquilo!, no te molestaré más! Ahora que sabes cuidar de ti mismo podré descansar. ¡Me duelen los huesos!

En el camino a casa tracé un plan para salir del atolladero. Lo había elaborado en un minuto y estaba todo bien ordenado en mi cabeza: recogería mis cosas y desaparecería por un tiempo; me iría a otro estado o tal vez a Méjico; echaría mano de mis contactos para garantizarme el anonimato; le pediría a Jerry un pasaporte falso, cambiaría de teléfono y cancelaría mi cuenta bancaria, así no dejaría rastro. Sí. Lo tenía todo muy pensado. Era un plan a lo grande. Hasta que abrí la puerta de casa para marcharme.

—¡Seymour, a tu espalda!

—¡Los Federales!, ¡lo sabía joder!… vale, tranquilos, estoy desarmado…

—¡Es Gregory, idiota! ¡Apuesto a que pensabas largarte sin despedirte del maldito gato!

—¡Joder, mamá!, ¡Por qué demonios me haces esto! ¿Sabes qué?, debí dejar que me liquidaran. Así me habría librado de ti, ¡vieja loca!

—Si te hubieran liquidado te habrías reunido conmigo, ¡imbécil! Es mejor que te lo metas en la cabeza, Seymour. ¡Vivo o muerto tendrás que cargar con tu madre!

Bueno ya lo han visto, ¿no? Ustedes han sido testigos. Por más que lo intenté no pude deshacerme de ella. No, no hubo manera. ¿Se imaginan el resto de mis días cargando con esta pesadilla?, ¿eh? Sí, ya. En realidad a ustedes todo esto les importa una mierda, lo sé de sobra. Y ahora el asunto ya no tiene arreglo. ¡Maldita sea! Debí tomarme muy en serio aquello que Vinnie me dijo cuando cumplí la mayoría de edad: “¡trata de buscar tu destino hijo o tú madre se ocupará de todo!”. Cuánta razón tenía mi viejo. Que pasen un buen día.
© ignatiusmismo, 2009.

01 abril, 2009

Hasta siempre, Maurice


Maurice Jarre (Lyon, 13.09.1924 - Los Angeles, 29.03.2009)


Me dejaste descubrir al fascinante ser humano que había detrás del maestro. Gracias por regalarme tu generosa amistad.